Cuando hablamos de cambio estructural nos referimos a transformaciones profundas en la forma en la composición de la producción de bienes y servicios dentro de una sociedad. Estos cambios implican la redistribución de los factores productivos fundamentales como la tierra, el capital, el trabajo y la tecnología. Por ejemplo, la redistribución de la tierra puede lograrse mediante reformas agrarias impulsadas por leyes o procesos sociales, mientras que la transformación del capital requiere avanzar desde una economía basada en la exportación de materias primas hacia una industrialización. De igual manera, en lo tecnológico, el cambio estructural implica optimizar el uso de tecnologías existentes.
Desde una perspectiva marxista, la estructura económica (base de la pirámide) está compuesta por las relaciones de producción, mientras que la superestructura incluye al Estado y las instituciones. Para que ocurra un cambio estructural real, es necesario intervenir en la base, es decir, transformar las relaciones de producción. Sin embargo, este cambio solo es sostenible si se cuenta con una superestructura sólida, con instituciones fuertes. Por ello, es indispensable que el cambio estructural esté ligado a las políticas públicas para lograr verdaderos avances en el desarrollo territorial, e incluir a la participación ciudadana para la correcta implementación de estos cambios.